Por ocasión al propósito de la máquina educacional de
transformar niños en adultos, Nietzsche sugería el contrario y decía que “
La madurez de un hombre es encontrar otra
vez la seriedad que tenía cuando era niño, jugando”.
Desanimado con la estupidez de los adultos, él
escribió: “Me gusta estar sentado donde
los niños juegan, al lado de la pared agrietada, entre los cardos y las rojas
amapolas. Para los niños, todavía soy un sabio, también lo soy para los cardos
y las amapolas rojas”. Los adultos no lo entendían porque él escribía como
niño.
Dios es alegría. Un niño es alegría. Dios y un niño
tienen esto en común: ambos saben que el universo es una caja de juguetes. Dios
ve al mundo con los ojos de la niñez. Está siempre buscando compañeros para
jugar. Los grandes, los malos y perversos, piensan que Dios es como ellos, con
ojos de mirada malvada, que practica espionaje en todos los lugares, para
castigar. Pero vos sabes que así no es.
Por supuesto que las funciones adultas son necesarias:
ellas son herramientas, medios de vida, entidades de la Feria de Utilidades. Ellas
necesitan ser desarrolladas para la Niñez Eterna juegue mientras vida, sin
lastimarse…
Sueño con el día en que los niños que leen mis
pequeños libros no tendrán de subrayar dígrafos y encuentros consonantares y en
que el conocimiento de obras literarias no será objeto de exámenes o parciales:
los libros serán leídos por el simple placer de la lectura.
No evalúo a los niños en función de saberes. Son los
saberes que deben ser evaluados en función de los niños. Es eso lo que
distingue un educador.
Un educador no está a servicio de los saberes. Está a
servicio de sus alumnos: “Aquel que es un
maestro, realmente un maestro, lleva las cosas en serio – eso incluye a el
mismo – solamente en relación a sus alumnos”, (Nietzsche).
Sugiero una inversión pedagógica: los grandes
aprendiendo de los pequeños. Un profeta del Antiguo Testamento resumió esa
pedagogía invertida en una corta y maravillosa frase: “y un niño pequeño los guiará” (Isaías 11.6). Son los niños que ven
las cosas – porque ellas logran ver siempre como si fuera la primera vez, con
espanto, con asombro de que ellas sean como son. Los adultos, de tanto verlas,
ya no las perciben más. Las cosas – las maravillosas – quedan banal, vulgar o
de poca importancia. Ser adulto es ser ciego.
Rubem Alves, traducido y adaptado por Ozeias Bitencourt
Aperitivo extraído del libro “Universo à Jabuticaba”, Editora Planeta, 3ª Edição, Páginas 50/51.